CIAD

Rodolfo Solmoirago

Presidente de la CIAD

 
A un concurso de la Confederación Interamericana de Danza (CIAD), no se debe ir con la idea de competir el uno contra el otro, hay que asistir con el deseo de aprender y de crecer en la Danza, teniendo siempre en cuenta que ésta, es compartir, desprender de lo más íntimo lo mejor y entregarse al otro, sin límites, sin preconceptos y sobre todo sin maldad, limpio de cualquier bajeza humana, ya que pretendemos ser seres humanos mejores, en la vida como en la danza. No es una competencia, es una evaluación para apreciar el nivel en que nos encontramos, y con la orientación de los jueces, mejorar. La calificación que redunda en un premio simbólico, no debe ser la meta a perseguir.

 

No se evaluará por puntos exactos, ya que el arte no es ciencia, es un conjunto de elementos en equilibrio el uno con el otro y que en perfecta armonía crea el hecho artístico. Esto quiere decir, que porque algún elemento aislado, como un detalle técnico que no complete el padrón internacional, sea taxativo para su descalificación, en la educación por la danza, el arte deberá prevalecer sobre todas las cosas.
 
 
Ni un punto que conforme el “hecho artístico” ni el otro cada uno tiene su valor por separado, pero en conjunto ellos se equilibran y conviven, creciendo y transformándose, en la mayoría de las veces uno suple la falencia del otro, siempre y cuando el “Maestro” o “Creador” sepa acomodar su pieza esencial que da eje al movimiento principal de su obra o el propio artista con su instinto y percepción.
 
 
El Jurado deberá saber captar, con una misma base que estructura a su criterio, a quien va dirigida la obra, quien lo recibe, el cual lo hace de diferentes maneras, de acuerdo a su sensibilidad, cultura general y erudición o simplemente el grado de comunicación de momento que se ha generado entre el artista y el observador. En un concurso, donde se confrontan con obras artísiticas, no debe atarse a reglas ni conceptos, ni puntos especiales de evaluación, sí tenerlas en cuenta, en especial en obras de repertorio o folclóricas, alcanzado la sensibilidad suficiente para consustanciarse con “el todo” del artista, es deber del juez para que lo más importante del arte, su esencia verdadera, cuerpo y espíritu se conjuguen en la interpretación.